22/07/2024
A 90 años de la muerte de John Dillinger: ¿de quién es el cuerpo enterrado en la lápida que lleva su nombre?
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Fuente: telam
El 22 de julio de 1934, la agencia que dirigía J. Edgar Hoover anunció que había matado al criminal más buscado de los Estados Unidos cuando salía de un cine en Chicago. De inmediato comenzaron a correr versiones que afirmaban que el FBI había sido engañado por el “enemigo público número uno”
>Minutos antes de ser atado a la silla eléctrica de la prisión estatal de Ohio, Harry Pierpont soltó una frase que, dicen algunas crónicas, molestó sobremanera a John Edgar Hoover, director del Bureau of Investigation (BOI), la agencia de investigación criminal estadounidense antecesora del FBI. “Yo soy el único que sabe toda la verdad y me la llevo conmigo”, dijo de manera enigmática, porque no aclaró a qué verdad se refería.
No hizo falta que nadie le aclarara la frase a Hoover. Apenas se la repitieron supo que estaba dirigida a él o, más precisamente, que apuntaba a desacreditarlo a él. Pierpont era un hombre de muy pocas palabras, una definición que también se aplicaba a su vida criminal: nunca había confesado sus crímenes y, mucho menos, delatado a alguno de sus cómplices.
El director del BOI supo de inmediato que esas “últimas palabras” de Pierpont echarían más leña al fuego de las polémicas que comenzaban a subir de tono alrededor de la muerte de Dillinger, el asaltante de bancos al que Hoover había declarado “enemigo público número uno”.La noticia de la caída de Dillinger bajo las balas de los hombres del BOI había dividido a la sociedad estadounidense. Mientras unos la consideraban un éxito de la ley y el orden, otros la lamentaban porque en apenas dos años de carrera criminal el delincuente más buscado se había ganado la simpatía de muchos norteamericanos que habían perdido sus bienes o sus trabajos por el crack financiero de 1929 y consideraban que asaltar bancos – a los que veían como responsables de su situación - no era un delito sino un acto de justicia. Para estos últimos, Dillinger era una suerte de Robin Hood aunque no repartiera su botín con los pobres.Ninguna de esas dos discusiones le molestaba a Hoover, que venía construyendo su imagen de duro e implacable con el mundo de crimen sin que importaran demasiado los métodos. Pero la “verdad” a la que aludía la frase casi póstuma de Pierpont podía referirse también a una tercera cuestión que, de ser cierta, podía poner en ridículo al jefe de la agencia que en el futuro sería el FBI.
Porque no eran pocos los que se preguntaban si el muerto era realmente John Dillinger u otra persona, un involuntario protagonista de un ardid montado por el propio enemigo número uno para engañar a sus perseguidores y vivir tranquilo el resto de sus días. Si Pierpont se había referido a eso y podía comprobarse, la imagen de Hoover se caería a pedazos.La carrera criminal de John Dillinger como asaltante de bancos fue vertiginosa. En poco más de un año, desde mayo de 1933 hasta poco antes de su -cierta o supuesta – muerte, había capitaneado dos bandas y asaltado decenas de bancos, con botines de cientos de miles de dólares; capturado y encarcelado, protagonizó fugas espectaculares para retomar de inmediato su raid criminal.Podía decirse que John Dillinger había aprendido todo en la cárcel, en la que cayó cuando era muy joven por un error de principiante. Tenía 21 años y nunca había cometido un delito hasta una noche de 1924 cuando un amigo, Ed Singleton, le pidió que lo acompañara asaltar el negocio de un tendero del barrio en que vivían. El asalto les salió bien, pero dejaron tantos rastros que cayeron presos al día siguiente. Singleton, que pudo pagar un abogado, fue condenado a dos años de cárcel; en cambio, Dillinger, con un defensor oficial, recibió nueve.
En mayo de ese año asaltaron un banco en Bluffton, Ohio, donde por primera vez Dillinger gritó la frase que se haría famosa: “¡Todo el mundo al suelo!”. El asalto fue un éxito, al que siguieron otros más. Su carrera pareció terminar el 22 de septiembre, cuando la policía lo cercó y lo capturó, pero cuatro días después, sus cómplices Harry Pierpont, Russell Clark, Charles Makley y Harry Copeland, entraron a la prisión de Lima vistiendo uniformes policiales y le dijeron al sheriff Jessie Sarber que tenían orden de llevar a Dillinger a una prisión en Indiana. Cuando el sheriff les pidió las credenciales y la orden de traslado, le contestaron con un balazo.
Escaparon con éxito después de encerrar al sheriff y a su mujer en la misma celda en la que había estado Dillinger y días más tarde retomaron su raid de asaltos. Armados con pistolas y ametralladoras robadas del arsenal de la policía de Auburn, Indiana, en poco tiempo desvalijaron media docena de bancos en distintos pueblos y pequeñas ciudades de ese Estado.Para entonces, los buscaban las policías de Indiana y de Chicago, a las que se sumó pronto la agencia que dirigía J. Edgar Hoover, quien le encargó a uno de sus agentes más implacables, Melvin Purvis, que capturara a Dillinger vivo o muerto.
Después de desvalijar varios bancos en Florida y en Arizona, Dillinger y su banda decidieron tomarse un descanso y disfrutar del dinero ganado a punta de pistolas y ametralladoras. El 23 de enero de 1934 se alojaron con nombres falsos en el Historic Hotel Congress de Tucson, con un botín de 25.000 dólares – una verdadera fortuna en esa época – que repartirían mientras celebraban con champagne en una de las habitaciones.La carrera de John Dillinger pareció llegar nuevamente a su fin, pero el 3 de marzo protagonizó otra fuga espectacular. Consiguió un pedazo de madera, lo talló durante días con una hoja de afeitar hasta darle forma de revólver y lo oscureció con betún. Cuando el guardia abrió la puerta de la celda para darle su plato de comida, el enemigo público número uno lo amenazó, lo dejó encerrado y se abrió paso apuntando con el falso revólver a otros guardias hasta llegar al auto de la sheriff Lilian Holley, con el que salió de la cárcel a toda velocidad.
Se refugió en Chicago, donde estaba su novia, Evelyn Frechette, y allí formó una nueva banda con varios asaltantes experimentados: Homer Van Meter, Lester Joseph Gillis, Baby Face Nelson, Eddie Green y Tommy Carrol. Con ellos no demoró en retomar su raid de asaltos bancarios.A principios de julio de 1934, un hombre llamado Jimmy Lawrence comenzó a hacerse ver en algunos bares de Chicago. Decía que era funcionario de la Junta de Comercio y, aunque no ostentaba, se veía que tenía dinero y que le gustaba gastarlo. Una de esas noches, en el club Barre of Fun, conoció a Rita “Polly” Hamilton, una joven prostituta con la que comenzó a salir asiduamente.
Polly vivía en la casa que regenteaba su madama, una mujer que se presentaba como Anna Sage, pero que en realidad era una inmigrante ilegal originaria de Rumania. Cuando Polly le presentó a su nuevo novio, a la señora Sage se le ocurrió que ese hombre tenía una cara que ella conocía. Y así era, el tal Jimmy Lawrence se parecía mucho a la de John Dillinger, el asaltante de bancos por el que se ofrecía una recompensa de 5.000 dólares. No era exactamente igual, pero se le parecía mucho.El detective se llamaba Martin Zarcovich y, después de informar a sus jefes, se puso en contacto con el hombre encargado de perseguir a Dillinger en el BOI, Melvin Purvis, que a su vez informó a Hoover.
El 22 de julio a la mañana, la madama rumana salió de burdel, fue hasta el teléfono público más cercano y llamó al número que le había dado Purvis. Cuando la atendieron, informó que esa noche Dillinger iría con ella y con Polly al Biograph Theatre, un cine de la Avenida Lincoln donde proyectaban “Manhattan Melodrama”.
Poco después de las siete de la tarde, un equipo del BOI encabezado por Purvis se desplegó en los alrededores del Biograph Theatre. No llevaban mucho tiempo ahí cuando vieron llegar al hombre llamado Jimmy Lawrence al que Anna Sage había identificado como Dillinger. Venía acompañado por Polly y por la propia madama, vestida con una pollera roja, una prenda que había acordado llevar para que la reconocieran los agentes.
Cuando la película estaba a punto de terminar, Purvis se instaló cerca de la puerta del cine. El plan era avisar a sus hombres que Dillinger estaba saliendo con una señal: sacaría un cigarro de su bolsillo y lo encendería. Lo hizo, pero además de alertar a sus agentes, el gesto de Purvis también puso sobre aviso al hombre que debían capturar.
El enemigo público número uno se desplomó sobre el asfalto y quedó inmóvil. Al día siguiente, todos los diario llevaron en sus portadas la noticia de la muerte de John Dillinger, pero casi al mismo tiempo comenzaron a correr los rumores que la ponían en duda.
La primera duda la sembró la autopsia realizada por el médico forense de la Policía de Chicago J.J. Kearns, donde se señalaba que el cuerpo del muerto no correspondía exactamente con el Dillinger que describían las fichas que tenían las autoridades penitenciarias.La agencia de Hoover salió de inmediato a confirmar que el muerto era sin lugar a duda John Dillinger, el criminal más buscado de los Estados Unidos, pero no pudo evitar que los medios se hicieran eco de versiones que afirmaban todo lo contrario.
Mientras corría ese rumor, se desató otro escándalo alrededor del cadáver. El 3 de agosto, un diario de Chicago publicó una crónica en la que afirmaba que el encargado de casa de pompas fúnebres donde fue llevado el cuerpo del gángster para prepararlo para el sepelio descubrió que le faltaba el cerebro. Se decía también que lo había extraído – con autorización de Hoover – un equipo de neurólogos que tenía la misión de estudiarlo.
Con eso, para J. Edgar Hoover, el caso de John Dillinger quedó definitivamente sepultado.
La muerte de John Dillinger dio un enorme impulso a la figura de Hoover, que con el correr de los años llegó a acumular un poder que ningún presidente se atrevió siquiera a recortarle. Dirigió con mano de hierro el FBI hasta el día de su muerte, el 2 de mayo de 1972, cuando el cadáver del asaltante de bancos más famoso de los Estados Unidos llevaba casi cuatro décadas bajo tierra.Apenas se conoció la noticia, el FBI – fiel a la memoria de Hoover - respondió con un tuit que aseguraba que en sus archivos había pruebas más que suficientes para demostrar que el muerto era John Dillinger y que esa exhumación era totalmente innecesaria. El 31 de diciembre de ese año, el Departamento de Salud de Indiana aprobó la solicitud para la exhumación del cadáver.
Por razones que nunca explicó, cuando se dio por terminada la pandemia y se podía seguir adelante con el proceso de identificación, Carol Thompson ya había desistido de hacerlo.
Fuente: telam